lunes, 10 de junio de 2013

El post que se me fue por las ramas


Dos libros leí de Claudia Piñeiro: Las viudas de los jueves y Un comunista en calzoncillos. Los dos tienen que ver con mi papá.

Qué cosa los padres. Pueden mandarnos a terapia durante años para tratar de resolver nuestros quilombos internos arrastrados desde la infancia o pueden darnos letra para escribir, que – de alguna manera- también es hacer terapia.

Qué tendrá que ver Las viudas de los jueves con mi padre, se preguntarán. No, no vivíamos en un country ni cerca de uno. Sucede que ese libro lo leí durante un fin de semana de septiembre de 2006, sentada al lado de la cama donde mi papá estaba internado, en un hospital de San Miguel o Los Polvorines, ya no me acuerdo. Papá  estaba viviendo sus últimos días y a mí me tocó acompañarlo ese  fin de semana para darle un respiro a mi mamá, que se ocupaba de cuidarlo de lunes a viernes, desde las 8 de la mañana hasta que la echaban las enfermeras. Así, en dos jornadas completas de hospital, me devoré Las viudas de los jueves. Cada vez que me cruzo con su tapa en la biblioteca me remonto a  esa habitación de hospital. Es muy probable que esa haya sido la causa por la que nunca pude leer otro libro de Claudia Piñeiro. 

Pero el “maleficio” se rompió cuando leí este post de @MiriMolero que me motivó a comprar Un comunista en calzoncillos. Y la cosa cambió. Me alivió leerlo, fue como un dulce respiro. 
El Nene, Negro, Mingo, Ponto, todos ellos: mi viejo, no era comunista. Era un peronista empedernido que también andaba en calzoncillos. En verano y en invierno. A veces con medias y esas chinelas adidas celestes y blancas. La mayoría de las veces en cuero. Papá era gruñón, por no decir que tenía un carácter de mierda, pero tenía cosas extraordinarias, como irse a dormir a la terraza en verano porque le “faltaba el aire” en su habitación.

Papá como Gumer, el padre de la autora, tenía fe en sus tres hijas. Él también creía que estábamos para cosas grandes, por eso insistía con que estudiáramos y sacáramos buenas notas. Nos estaba dando la oportunidad que él no tuvo, la de terminar el secundario. También quería que aprendiéramos el manejo de su oficina, porque esa empresa sería algún día nuestra. El tiempo se ocupó de demostrarle que había sido un pobre iluso. Papá fue un peronista en calzoncillos que vivió como pensaba que había que vivir: trabajando mucho, pero también disfrutando del tiempo libre, del mar, de mesas largas repletas de comida, de los asados con amigos y los domingos en familia. Pero papá no hubiese sido quien fue sin la gran mujer que tuvo a su lado, una que -calladita- mantenía la casa en orden, tenía la comida a punto en el momento indicado, la ropa lista para cuando fuera necesario. Y la que lo acompañó cada día de su larga, larguísima, enfermedad.  Papá se apoyaba en ella. Literalmente se apoyaba en ella: con sus dos metros de altura versus el metro sesenta de mamá, casi casi que la usaba de bastón.
Siempre pensé que mamá no lo contradecía porque en casa mandaba el viejo. De grande entendí que de alguna extraña manera ella lo admiraba y creía que lo que decía papá debía ser así. Por ahí fue un poco sumisa, pero estuvo firme, al pie de la cama, haciendo y deshaciendo todo lo que él pedía. ¿Si se quejaba? Todo el tiempo, pero ESTABA. Y sé que papá lo supo valorar.

Cuando papá murió, la gran preocupación de mis hermanas y mía era qué pasaría con la vieja. Por primera vez en décadas no tenía a quién cuidar (su madre, su hermano, mi viejo, a todos los había cuidado por años, todos se habían ido; sus hijas habíamos crecido). Mamá se iba a derrumbar al encontrarse sola por primera vez, pensamos. No fue fácil. Tuvimos que hacer adaptación, como cuando un nene empieza a ir al jardín. No quería saber nada con vivir sola, mucho menos con trabajar. Le buscábamos actividades e intentábamos que se ocupara de acondicionar su nueva casa. Se negaba y protestaba, decía que queríamos deshacernos de ella. Luego de dos largos años -contra su voluntad- descubrió las maravillas de no tener que cocinar para nadie, de levantarse a la hora que quisiera, de “hacer su vida”.  Así es mamá: fuerte, admirable y, sobre todo, una mujer muy generosa.

Mi vieja no es de esas madres compinches o que intentan ser amigas de sus hijas. Es de las madres de otra generación que ESTÁ.  Te pide que te abrigues cuando hace frío, te llama antes de que viajes, te hace tu comida favorita cuando vas a visitarla... Hoy, pisándole los talones a los 70, la veo más activa que nunca. Me encanta verla en su rol de abuela, se le ilumina la mirada cuando está con los nietos, ya adolescentes.

No sé en qué momento ella logró salir a la luz. No sé si estuvo siempre ahí y yo no la veía o si logró liberarse después de que murió papá y pudo ocuparse de su vida sin tener que cuidar a otros; lo cierto es que hoy me doy cuenta de que llegó la hora de que empecemos a cuidarla a ella, para devolverle sólo un poquito de lo que dio a los demás y, sin decirlo con palabras, le demos las gracias por todo. 

2 comentarios:

Valeria Queizán dijo...

Simple y hermoso.

Karina dijo...

Gracias, Vale!