jueves, 23 de enero de 2014

MI PASADO ME CONDENA


Este es un relato breve que escribí para un ejercicio de Estilos Literarios en mi primer año de la facultad. Lo reencontré en plena mudanza y decidí compartirlo sin tocarle ni una coma, aunque - claramente- le cambiaría muchas, muchas cosas. Les pido mil disculpas. 


La vida de Graciela y Oscar era un oasis: vivían tranquilos, sin mayores sobresaltos, sin sorpresas. Económicamente todo funcionaba de maravillas porque el negocio marchaba bien. Ellos no tenían problemas o, al menos, eso aparentaban. La realidad era bien diferente.
Oscar y Graciela no peleaban, eS cierto, pero porque ya no tenían nada que decirse. Él la ignoraba por completo, la rechazaba, la despreciaba con todas sus ganas, y Graciela se sentía muy humillada.  Le daba lástima su situación, pero permanecía atada a la comodidad que ofrece una economía holgada.
Con el tiempo, la lástima se convirtió en rencor y el rencor en un odio genuino y profundo que la llevó a tener los más sucios, terribles y crueles pensamientos. A Graciela se le ocurrían una y mil maneras de acabar con Oscar sin resignar su dinero y, mientras esperaba dar con la idea más brillante y acertada, dedicaba varias horas  de sus días a “herir” todas y cada una de las fotos de su marido. Lo hacía en el sótano, el único ambiente de la casa al que Oscar no entraba. Allí, en ese espacio que sentía verdaderamente propio, Graciela jugaba a algo parecido al tiro al blanco: cuchillos, clavos, tenedores, cortaplumas, todo elemento punzante del que disponía lo lanzaba hacia las fotos… y seguía pensando. Esa era su terapia, la única manera de desahogar la ira acumulada durante años de maltrato.

Algún día, Oscar terminaría tan despedazado como aquellas fotos. 

miércoles, 26 de junio de 2013

La trilogía perfecta del amor


Nueve años tuve que esperar hasta saber si Jesse se tomó el avión de Paris a Nueva York o si, tal como predijo Celine (y todos deseábamos), lo perdió y se quedó mirándola bailar a Nina Simone. Ese, el de Antes del atardecer, fue uno de los mejores finales de la historia del cine. Para mí, claro.
Para los que no saben de qué se trata, la relación de Jesse y Celine comenzó en Antes del amanecer: se conocieron en un tren, 18 años atrás, y pasaron un día caminando y charlando por Viena. Eran dos jóvenes de veintipico que, a pesar de tener una conexión increíble, eligieron dejar librado al destino su reencuentro. Reencuentro que ocurrió en la capital francesa otros nueve años más tarde, cuando Jesse llegó a presentar su libro que reconstruía la mágica noche vivida con Celine. A los treinta y pico las realidades son diferentes, se sabe. Jesse y Celine están más maduros, pero siguen igual de inteligentes (muy), conservan su sentido del humor, son cultos, arriesgados, adorables. Ella es adorable incluso cuando se convierte en una maniática. Sus conversaciones son verdaderos duelos de los que somos espectadores privilegiados. Sólo dos días en la vida de estos personajes y ya sentía que los conocía desde siempre.
Hoy, Antes de la medianoche encuentra a Jesse y Celine viviendo sus cuatro décadas. ¿Cómo contar la historia de un amor en la vida adulta sin caer en lugares comunes? ¿Cómo mostrar que el amor existe aunque no todo sea color de rosa como en un cuento de hadas? Antes de la medianoche es quizá una de las películas románticas más realistas que existen. A años luz del prototipo hollywoodense, deja en claro que aunque estés de vacaciones en un lugar de ensueño como el Peloponeso y tengas la posibilidad de pasar una noche a solas con tu pareja sin hijos a la vista, la realidad te sacude y te deja tirado en el piso, maltrecho. Mucho más dramática que sus predecesoras -pero también con una gran dosis de humor-, manteniendo la esencia de los personajes y dejando en evidencia un minucioso trabajo del guión, con líneas de diálogo BRILLANTES (así, con mayúsculas), llega al corazón. Los que seguimos esta trilogía no nos sentimos defraudados; todo lo que sucede, se da naturalmente. No es difícil sentirse reflejado en lo que Jesse y Celine dicen o sienten; lo que a ellos les pasa, posiblemente nos pase a nosotros. Y en esa aparente sencillez está lo maravilloso de esta película. Porque aunque parezca obvia es humana. Y eso es mucho decir en un cine que abusa del 3D y los efectos especiales sin argumentos que los sostengan. Entonces, Antes de la medianoche actúa como un bálsamo. Sólo nos queda sentarnos cómodos en la butaca y disfrutar de ver esas charlas que cualquiera de nosotros puede tener a la vuelta de la esquina, en un café, en una habitación de hotel o mirando las aguas azules de Grecia. Que así sea.


NOTA: Esta es mi primera visión de la película, lo escribí "de corrido", apenas salí del cine. Es probable que después de volver a verla o de repensarla por enésima vez se me ocurran otras cosas, visiones, ideas... ¿Continuará?





lunes, 10 de junio de 2013

El post que se me fue por las ramas


Dos libros leí de Claudia Piñeiro: Las viudas de los jueves y Un comunista en calzoncillos. Los dos tienen que ver con mi papá.

Qué cosa los padres. Pueden mandarnos a terapia durante años para tratar de resolver nuestros quilombos internos arrastrados desde la infancia o pueden darnos letra para escribir, que – de alguna manera- también es hacer terapia.

Qué tendrá que ver Las viudas de los jueves con mi padre, se preguntarán. No, no vivíamos en un country ni cerca de uno. Sucede que ese libro lo leí durante un fin de semana de septiembre de 2006, sentada al lado de la cama donde mi papá estaba internado, en un hospital de San Miguel o Los Polvorines, ya no me acuerdo. Papá  estaba viviendo sus últimos días y a mí me tocó acompañarlo ese  fin de semana para darle un respiro a mi mamá, que se ocupaba de cuidarlo de lunes a viernes, desde las 8 de la mañana hasta que la echaban las enfermeras. Así, en dos jornadas completas de hospital, me devoré Las viudas de los jueves. Cada vez que me cruzo con su tapa en la biblioteca me remonto a  esa habitación de hospital. Es muy probable que esa haya sido la causa por la que nunca pude leer otro libro de Claudia Piñeiro. 

Pero el “maleficio” se rompió cuando leí este post de @MiriMolero que me motivó a comprar Un comunista en calzoncillos. Y la cosa cambió. Me alivió leerlo, fue como un dulce respiro. 
El Nene, Negro, Mingo, Ponto, todos ellos: mi viejo, no era comunista. Era un peronista empedernido que también andaba en calzoncillos. En verano y en invierno. A veces con medias y esas chinelas adidas celestes y blancas. La mayoría de las veces en cuero. Papá era gruñón, por no decir que tenía un carácter de mierda, pero tenía cosas extraordinarias, como irse a dormir a la terraza en verano porque le “faltaba el aire” en su habitación.

Papá como Gumer, el padre de la autora, tenía fe en sus tres hijas. Él también creía que estábamos para cosas grandes, por eso insistía con que estudiáramos y sacáramos buenas notas. Nos estaba dando la oportunidad que él no tuvo, la de terminar el secundario. También quería que aprendiéramos el manejo de su oficina, porque esa empresa sería algún día nuestra. El tiempo se ocupó de demostrarle que había sido un pobre iluso. Papá fue un peronista en calzoncillos que vivió como pensaba que había que vivir: trabajando mucho, pero también disfrutando del tiempo libre, del mar, de mesas largas repletas de comida, de los asados con amigos y los domingos en familia. Pero papá no hubiese sido quien fue sin la gran mujer que tuvo a su lado, una que -calladita- mantenía la casa en orden, tenía la comida a punto en el momento indicado, la ropa lista para cuando fuera necesario. Y la que lo acompañó cada día de su larga, larguísima, enfermedad.  Papá se apoyaba en ella. Literalmente se apoyaba en ella: con sus dos metros de altura versus el metro sesenta de mamá, casi casi que la usaba de bastón.
Siempre pensé que mamá no lo contradecía porque en casa mandaba el viejo. De grande entendí que de alguna extraña manera ella lo admiraba y creía que lo que decía papá debía ser así. Por ahí fue un poco sumisa, pero estuvo firme, al pie de la cama, haciendo y deshaciendo todo lo que él pedía. ¿Si se quejaba? Todo el tiempo, pero ESTABA. Y sé que papá lo supo valorar.

Cuando papá murió, la gran preocupación de mis hermanas y mía era qué pasaría con la vieja. Por primera vez en décadas no tenía a quién cuidar (su madre, su hermano, mi viejo, a todos los había cuidado por años, todos se habían ido; sus hijas habíamos crecido). Mamá se iba a derrumbar al encontrarse sola por primera vez, pensamos. No fue fácil. Tuvimos que hacer adaptación, como cuando un nene empieza a ir al jardín. No quería saber nada con vivir sola, mucho menos con trabajar. Le buscábamos actividades e intentábamos que se ocupara de acondicionar su nueva casa. Se negaba y protestaba, decía que queríamos deshacernos de ella. Luego de dos largos años -contra su voluntad- descubrió las maravillas de no tener que cocinar para nadie, de levantarse a la hora que quisiera, de “hacer su vida”.  Así es mamá: fuerte, admirable y, sobre todo, una mujer muy generosa.

Mi vieja no es de esas madres compinches o que intentan ser amigas de sus hijas. Es de las madres de otra generación que ESTÁ.  Te pide que te abrigues cuando hace frío, te llama antes de que viajes, te hace tu comida favorita cuando vas a visitarla... Hoy, pisándole los talones a los 70, la veo más activa que nunca. Me encanta verla en su rol de abuela, se le ilumina la mirada cuando está con los nietos, ya adolescentes.

No sé en qué momento ella logró salir a la luz. No sé si estuvo siempre ahí y yo no la veía o si logró liberarse después de que murió papá y pudo ocuparse de su vida sin tener que cuidar a otros; lo cierto es que hoy me doy cuenta de que llegó la hora de que empecemos a cuidarla a ella, para devolverle sólo un poquito de lo que dio a los demás y, sin decirlo con palabras, le demos las gracias por todo.