El tío Beto se esforzaba por entretenerme con sus chistes, piruetas y trucos de magia; yo era bastante difícil en ese entonces y calculo que mi cara de pocos amigos lo obligó a desistir... ¡pobre tío! Mucho tiempo después me enteré que su sueño era viajar por el mundo como estrella del circo. Se sentiría un fracaso.
Papá trabajaba todo el día y sólo nos visitaba los fines de semana y mamá andaba por la casa, balde y secador en mano. Nunca pudo cambiar eso, ni en vacaciones. Su manía por la limpieza le impedía disfrutar de una siesta bajo los árboles o de tomar unos mates con las tías. Apenas veía una pelusa, salía corriendo a buscar la escoba. Se iba a la quinta tres días antes que los demás sólo para dejar todo en orden, así la abuela Eusebia no podía criticarle nada. Es que la abuela era un sargento: cuando hablaba no volaba ni una mosca. Si hasta mi perra Federica –que enfrentaba al mundo entero- agachaba la cabeza cuando ella aparecía.
Nunca supe por qué ejercía ese poder. Conmigo era diferente: cuando estaba sola se acercaba para acariciarme el pelo y peinarlo con trenzas. Ella me enseñó los nombres de todas las plantas y cómo elegir las mejores frutas de los árboles. Me enseñó a conocer a los pájaros por el sonido de su canto y a perderles el miedo a los sapos indiscretos que se metían en el baño aquellas noches de verano. La recuerdo enorme, erguida, con los labios pintados y el cigarrillo con boquilla en su mano. Nunca dormía a la tarde; se sentaba en la reposera bajo la sombra de la mora, piernas en alto para mejorar la circulación, y libro en mano. Siempre. Fue abu quien ese día me regaló mi primer libro sin dibujos (de Salgari, por supuesto). Cuando lo vi, creí que resultaría una misión imposible, hasta que me sumergí en sus páginas...
Sentada a su lado, en el pasto, comencé a recorrer aquella experiencia fabulosa acompañando a Sandokán en sus increíbles historias. Absorta en la lectura, el mundo no existía. Eran momentos que disfrutaba muchísimo. Le siguieron otros libros, siempre regalos de la abuela Eusebia; algunas veces charlábamos y compartíamos lo que estábamos leyendo. Gracias a ella descubrí un universo diferente que me emocionaba, me hacía reír, me llenaba. Yo era la única que tenía permitido revolver los estantes de su biblioteca; así conocí a Kafka, Cortázar, Hesse y tantos otros.
Durante el último tiempo, abu no leía mucho... Yo tendría 16 años. Todas las tardes bajaba a su casa a tomar el té y comentábamos la última telenovela de Arnaldo André como si fuera una cuestión de estado. Un día me animé a preguntarle por qué había dejado de leer. “Porque no veo nada”, contestó para mi sorpresa. “Pero no lo cuentes, no quiero que estén todo el tiempo pendientes de mí”, siguió.
Era increíble. Se movía por la casa con una independencia absoluta; sabía el lugar exacto en que estaba ubicada cada cosa, desde los muebles hasta los fósforos. Supongo que se dio cuenta de que me entristecí por la noticia; sólo yo había visto su cara de felicidad cuando un libro la atrapaba; sólo yo sabía que si una novela la conmovía, cumplía una semana de duelo riguroso antes de empezar a transitar por otra historia.
- No te preocupes, me consoló. ¿Te acordás del poema de Benedetti que me gusta tanto?
- ¿Cuál de todos? , le pregunté.
- Ese que dice “en cada libro que leo siempre encuentro una palabra que sobrevive al olvido y me acompaña...”
(Me encantaba escucharla mientras recitaba; en su boca cada frase cobraba sentido, tenía valor).
- Sí, me acuerdo de esos versos, pero ¿qué querés decirme, abu?.
- Muy simple. Vos sabés de mi pasión por la lectura y, es cierto, extraño esa intimidad que existía entre mis libros y yo, muchos personajes formaban una parte importantísima de mi vida. Entonces, cuando siento una imperiosa necesidad de leer, sólo cierro los ojos y busco en mi memoria aquellas palabras que durante tanto tiempo me hicieron compañía. Aunque parezca una locura, a veces resulta tan placentero como tener un libro entre las manos.
Mis ojos estaban llenos de lágrimas (también los suyos). En ese momento de fragilidad me costaba identificarla con aquella mujer imponente que dominaba todo durante las vacaciones familiares en la quinta. Moría de ganas de abrazarla, pero sabía que se pondría incómoda. Por primera vez en años, yo –que hablaba hasta por los codos- me quedé sin palabras.
Se fue apagando de a poco. Los últimos meses dormí en el piso al costado de su cama. Le leía sus novelas favoritas y aunque el médico decía que no podía oírme, yo adivinaba sus gestos de espanto cuando le leía a Poe o de ternura si el autor era Neruda, pero disfrutaba mucho más las cartas que rescaté de un viejo baúl perdido entre un montón de recuerdos.
Eran las que le había mandado el abuelo desde Italia cuando peleó en la Segunda Guerra. Él fue su único y gran amor y leyéndole esas cartas comprendí lo que quiso decirme con el poema de Benedetti: hay palabras que, a pesar del tiempo y la distancia, jamás estarán condenadas al olvido. Como las que le decía el abuelo, como muchas que ella me dijo a mí.
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