Extraño a papá mucho más de lo que esperaba. A pesar de todo. Leo los diarios íntimos de mi adolescencia cuando estaba enojada con él y con el mundo y siento que pasó tanto tiempo…veo todo nublado, como si fuera parte de una pesadilla o una película de la época dorada de Hollywood.
¿De verdad se fue mi papá? De a ratos me cuesta creerlo. Y quiero llamarlo para saber cómo puedo viajar a cualquier lado o ir a su casa y leerle la sección policiales o las noticias del diario sobre Boca. Y cuando me doy cuenta de que eso jamás volverá a pasar, siento un nudo que sube desde el estómago hasta la garganta y explota en un llanto contenido. Como si no quisiera llorar. Como si me avergonzara que alguien me descubriera llorando.
Estos últimos años compartidos con el viejo, borraron los rencores, esfumaron las huellas del pasado. Las marcas de esa historia conflictiva entre padre e hijas; de esa familia que se hablaba a los gritos y que criticaba todas sus decisiones. Papá estuvo lejos de ser el padre perfecto. Muy lejos. Pero intentó remediarlo. Y por suerte lo pude perdonar. Porque a pesar de todo, hoy sólo guardo buenos recuerdos. Esas anécdotas que lo convertían en un tipo apasionante y que me llenan de orgullo.
El viejo no pasaba inadvertido. Y no me refiero sólo a su tamaño. Era un tipo para amar u odiar. Para mantener largas conversaciones, para salir a comer un buen asado o para putear por su poco sentido del tacto o su postura inquebrantable. Sin embargo, también tenía gestos de una generosidad desmesurada. A pesar de su ideología absolutamente cuestionable (Perón, perón, que grande sos o Nunca estuvimos mejor que con Menem) mi viejo tenía unos valores propios de otra época: La palabra valía tanto o más que un contrato firmado ante escribano público.
Un tipo que -con suerte- pudo terminar la primaria, pero que gozaba de una inteligencia admirable, con una habilidad para los cálculos mentales o una memoria prodigiosa que más de un estudiante de historia hubiera envidiado. Un tipo ambicioso y a la vez soberbio que se creía el dueño de la verdad, que no daba nunca el brazo a torcer, que jamás admitiría una equivocación y cuya mala suerte en los negocios era directamente proporcional a su contextura física.
Un tipo que podía ser tan hijo de puta cuando estaba enojado!!! Que con una mirada te mandaba a cagar y con un golpe de puño en la mesa te exigía silencio. Metía miedo. O eso creía él. Yo nunca le tuve miedo porque me parecía que esa era la única manera que tenía de ejercer su autoridad. Ese mismo tipo, después se derretiría con sus nietos, los comería a besos, les compraría golosinas y los satisfaría en sus gustos dentro de sus posibilidades. Y era increíble pensar que se trataba del mismo tipo. Pero ERA el mismo tipo nomás.
El mismo tipo que quiso burlarse de su enfermedad y que decía “de algo hay que morir” sin sospechar que el camino sería tan pero tan doloroso. Pero de algo sirvió tanto sufrimiento, creo. Porque al final de los tiempos, cuando la meta ya estaba próxima, ese tipo – mi viejo- pudo reencontrarse con aquellos a quienes más quiso. Y lo demostró como pudo, con su simpleza, con esa distancia tan característica suya, tratando de que no se le notara que se estaba despidiendo, que se estaba quebrando. Papá no me dijo que me quería, pero yo siempre lo supe. En definitiva yo me parezco bastante a él, aunque no quiera aceptarlo. Porque yo tampoco pude decirle cuánto lo quería. Y no pude decirle cuánto lo iba a extrañar. Aunque esto último creo que ni yo me lo imaginaba.
2 comentarios:
Karina: extrañar, llorar, sufrir por alguien y esos 'nudos en la garganta' es solo para (y por) gente noble. Firmar la paz con el alma muy lentamente, derribar los recuerdos, la sensación de estar vivos por morir...es vida pura.
FUERZA!
"Uno no está donde el cuerpo, sino donde mas lo extrañan" reza una canción por ahi.... Y además "el viejo" está en cada uno de los que quiso... a u manera, lo veo en vos y lo ves en mi. Tan parecidas asombrosamente no? Juantemos las lágrimas del alma, ahi está. te quiero.Marce
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