lunes, 2 de julio de 2012

Felicidades


María - definitivamente excéntrica- tenía ciertas innumerables manías que generaban un odio genuino o una ternura infinita. Elegir las manzanas no era tarea simple, había que tener en consideración una serie de variables que hacían que aquella deliciosa fruta fuera aprobada o rechazada. No es que tuviera pretensiones de estrella de Hollywood, simplemente era rara. Sus argumentos sólidos lograban convencer a quien se dispusiera a escucharla los beneficios de bañarse tres veces por día con agua cuya temperatura oscilara entre los 20 y los 22 grados centígrados.

Era decididamente hermosa, de esas mujeres que los hombres temen enfrentar por miedo a caer en el ridículo, gracias a los signos de tartamudez que presentan cuando los enormes ojos negros de María penetran sus débiles pupilas de diversos colores.

Su vida, planificada desde el alba hasta el ocaso, no le daba descanso. Excepto las seis horas de riguroso sueño cotidiano (ni un minuto más ni uno menos, por supuesto). Conocía a cada uno de los vecinos de la torre de 28 pisos que habitaba, de todos sabía nombres, cumpleaños y ocupaciones varias. Cada tarde, al regresar de su trabajo en un vivero, visitaba algunos departamentos del edificio. Ocho por día, durante seis días a la semana, excepto los domingos porque iba a pasear al Jardín Japonés.

Consideraba que ser amable con la gente alegraba el día de los otros y también el suyo (por simple carácter transitivo). Sin embargo, no se sabía de visitas aparentes en su domicilio. María era excesivamente misteriosa para las personas que la conocían. Se comentaba que era huérfana, que su familia había muerto en un incendio cuya responsable – probablemente- había sido ella y que, desde entonces, se dedicaba a ayudar al prójimo.

“La culpa la atormenta”, decían las vecinas chismosas que existen en todos lados, incluso en las torres elegantes de 28 pisos de Recoleta. Pero a María no le preocupaban esos comentarios. Nadie sospechaba que un día, cuyo recuerdo permanece nítido en su memoria, había decidido ser feliz. Eso implicaba una serie de cuestiones que debía cumplir para evitar el sufrimiento. Como era muy prolija, las escribió. El resultado: Un decálogo de diez reglas (como su nombre lo indica) y siete incisos. Entre esas reglas figuraba Prohibido enamorarse e involucrarse sentimentalmente con el género humano. Los hombres que había amado la habían lastimado y los amigos la habían traicionado en reiteradas oportunidades. Por lo tanto, cada persona que por voluntad propia o ajena formara parte de su vida, sería catalogado con el rótulo de “conocido”. Eso permitiría que ella fuera feliz: sería agradable y simpática con la gente y el no inmiscuir sus sentimientos en esta cruzada solidaria haría más sencilla la tarea.

De los diez artículos y siete incisos redactados por María para ser feliz, ese era el que más le costaba. Le resultaba sumamente difícil no encariñarse con los mellizos del 7º C que corrían a abrazarla los martes de cada semana cuando ella iba a visitarlos, pero con fuerza de voluntad lo estaba consiguiendo; así como lograba dominar su ternura por doña Pilar, la abuela del 10º A, que la esperaba los viernes con el té y las masitas que ella misma – a los 83 años – le cocinaba.

Pero ahora las cosas se estaban complicando: en el piso 15 departamento D de dedo, había un nuevo inquilino, hombre solo (aparentemente soltero), alto, 32 años (uno más, uno menos), y poseedor de una sonrisa que tranquilamente podría protagonizar una publicidad de dentífricos. Juan Ignacio Martínez Reverte, su nombre.

Un problema. No sólo porque atentaba contra el artículo 7 inciso 3 que prohibía mirar al sexo masculino como objeto de deseo, sino porque María se dio cuenta de que no tenía ningún interés en dejar de pensar en él. Juan Ignacio Martínez Reverte estaba conspirando por partida doble contra sus obligaciones para ser feliz.

El piso 15 departamento D que ocupaba el susodicho, el vecino devenido en protagonista de los sueños de María, debía ser visitado el sábado por la tarde, de acuerdo con lo estipulado en el cronograma semanal organizado desde tiempos remotos. Ese sábado, ella se encontró ansiosa. Eran inútiles sus esfuerzos por dejar de escuchar la voz de Martínez Reverte cantándole algún tema de Frank Sinatra al oído. Inmediatamente después recordaba aquellos ojos verdes que la invitaban un café. Minutos antes de comenzar su sabática misión. María se descubrió infeliz. Comprobó que tantos años de sacrificios habían sido en vano. Se dio cuenta de que en ese preciso momento, en ese mismo lugar, necesitaba de una amiga que la escuchara y la alentara para salir al encuentro del hombre que había invadido sus sueños.

Recordó aquellas palabras que en otras épocas había leído en la Biblia y que había desechado porque estaba convencida de que los hombres (sin distinción de género) nos causan dolor. “No es bueno que el hombre esté solo”, dijo en voz alta. Y se lo repitió unas treinta y tres veces. Arrancó de la pared el decálogo de 10 artículos y 7 incisos, lo echó al cesto de la basura y tiró la bolsa en el incinerador. Por un segundo, se sintió infinitamente tonta, hasta que se abrió la puerta del ascensor. “Se te hizo tarde –le dijo Juan Ignacio- hoy vine a visitarte yo”. A María la inundó una sensación que definió como alivio, pero que más tarde prefirió llamar felicidad.

(Escrito allá por el año 2002)