sábado, 16 de junio de 2012

Testimonio


Yo le voy a contar: todo sucedió muy rápido, tanto que me cuesta ordenar los pensamientos, téngame paciencia. Discutimos (ya no me recuerdo por qué motivo) creo que todo empezó cuando lo acusé porque la camisa tenía un perfume desconocido que no era el suyo, tampoco el mío. Y bueno, le pregunto de quién es ese perfume, sos una perseguida, me contestó; que seré perseguida pero no soy ninguna ingenua, que dejate de joder, que yo no jodo a nadie, sos vos el que está muy raro, Ernesto, le dije...

Cuestión que los gritos eran cada vez más potentes, entonces yo le digo que baje la voz, que los vecinos no tienen que enterarse de nuestros problemas y él se pone a gritar cada vez más fuerte ¿a usted le parece?... Una vergüenza. ¿Con qué cara iba a mirar yo a mis vecinas al día siguiente? Para que se dé una idea de cómo eran las cosas, le cuento que hasta el pobre gato se había escondido debajo de la cama.

Yo estaba por cocinar unos fideos para la cena porque no había tenido tiempo de preparar nada más, estaba cansada, todo el día ordenando la baulera. Y bueno, entre toda esta pelea, el agua de la cacerola se estaba evaporando, la transmisión del canal 2 ya había terminado (estaba el pastor brasileño o portugués ¿lo ubica?). Voló un vaso. Y otro. Y otro. Los platos con hilos dorados de mi bisabuela estaban desparramados por toda la casa. Pude rescatar solamente tres de una docena... una lástima.

No sé. Eran demasiadas cosas. Muchas verdades, mucha información de golpe. Yo le dije que no me valoraba, que nunca me prestaba atención ni me hacía regalos como cuando estábamos de novios. Él me contestó que trabajaba como un negro todo el santo día por dos pesos con cincuenta y que ya no daba más.

¿Y vos te creés que yo no estoy agotada? Claro, para vos ser ama de casa no es trabajar... pero yo te dejo la casa reluciente, te lavo la ropa a mano para no arruinarla, la plancho (las camisas con apresto para que no les quede ni una arruga), te cocino lo que quieras y no sólo lo hice con vos. ¿Y tus hijos? Decir que ya están grandes y se fueron de casa, pero quién los llevó todos los días al colegio, a inglés, a natación. ¿Quién se quedó en vela durante las noches cuando estuvieron con 40 grados de fiebre? Y lo hice sin recibir nada a cambio. Mirá qué desagradecidos que son que ahora ni me llaman.

Pero qué querés, me contestó, si lo único que hacés es quejarte. Si no vivís ni dejás vivir a nadie. ¿Quién te pidió que hicieras todo eso, eh? ¿Quién te lo pidió? Yo, lo que esperaba era llegar a casa, comer algo, charlar con vos y después irnos a la cama juntitos...

¡Claro! El señorito quería todo según sus antojos. Total, lo que a mí me pasa no le importa a nadie. Yo soy la sirvienta de la familia, nada más que eso. Basta mujer, no te soporto más, me gritó el desubicado, te pasás el día reclamando y haciéndote la pobre víctima. Te convertiste en el clon de tu madre. Y sí, es cierto, te metí los cuernos (me lo reconoció nomás el muy atorrante), que ella me da lo que vos no me das y no me exige nada; que ella se alegra cuando me ve y no tiene esa cara de amarga que tenés vos todo el día. Que ella te lave la ropa, entonces. Y que te planche las camisas, también... A ver si puede hacerlo como yo (seguro que a mano no se las lava).

Pero vos no entendés nada. ¿Que yo no entiendo nada? Yo, que sacrifiqué mi vida, que dejé mis clases de piano y mi trabajo en el estudio contable para poder formar esta familia, yo que di todo... ¿yo soy la que no entiende nada?

Yo, yo yo ¿es lo único que sabés decir? Ella me ama y quiere estar conmigo, ella no me rechaza ni me trata como un inútil ni me boicotea mis proyectos como es tu costumbre. Seguro que es una pendeja, le digo. Andate con esa chirusa, entonces. ¡Por supuesto que me voy a ir! ¡Ahora más que nunca me voy a ir! Andáte, pero ni se te ocurra volver a pisar esta casa, así que pensá muy bien qué es lo que te vas a llevar, porque el resto lo tiro a la basura. Porque acá, le repetí, no volvés a entrar nunca más, ni aunque me lo pidas de rodillas.

¡Loca! me gritó. El muy hijo de puta me dijo que soy una loca, que por eso ni tus hijos te dan bolilla. Cómo me va a decir loca con todo lo que hice por él. Y seguía gritando, pero yo empecé a sentirme mal. Loca, enferma, demente me gritaba mientras metía la ropa en el bolso, en el manicomio deberías estar vos, con chaleco de fuerza… y a mí se me nublaba la vista. Es que con esta pelea me había olvidado de tomar la pastilla de la presión. Que así no se puede vivir, que siempre con el tema de la limpieza y el orden, que sacudite los pies antes de entrar, que no se te caigan las miguitas al piso, que cómo podés ensuciarte así la ropa...

Todo eso lo escuchaba como entre sueños porque sentía que me desmayaba, oficial, y ya no podía contestarle, no me salían las palabras. Que tendría que haberme mandado a mudar hace años, pero nunca es tarde, dice.

Y creo que fue en ese momento, estoy casi segura: agarró la camisa de Christian Dior, la celestita que le regalé cuando cumplimos 25 años de casados ¿vio?. ¡Una hora la estuve planchando! ¡Una hora! Porque sabía que era su camisa preferida, la camisa de la suerte que usaba en cada reunión importante y yo se la había planchado toda prolijita. Ni una arruga, la cuidaba como si valiera oro. ¿Y sabe lo que hizo? La tiró en el bolso como si fuera un trapo viejo. ¿A usted le parece? Es una desconsideración. Yo, planchándola durante una hora y a él se le ocurre hacerla un bollo y llevársela para revolcarse con otra.

Como usted estará pensando, yo no podía permitir eso. De ninguna manera. Ese fue el punto culminante. Ya no me quedaban ni vasos ni platos, la cacerola se había quemado y no servía más. Mi cocina era un caos, tenía que ponerme a limpiar urgente por si venía alguien. Entonces, vi todo muy claro: El cuchillo para cortar la carne estaba ahí, sobre la mesada, me estaba llamando. Lo agarré y se lo clavé por la espalda. ¿Veinte y tres puñaladas dice que le di? No se me ocurrió contarlas. Después ordené todo para cuando llegaran ustedes, no sea cosa que vinieran visitas y la casa estuviera sucia.

domingo, 3 de junio de 2012

El cajón de los recuerdos...


Ayer, mientras ordenaba carpetas en mi computadora, encontré unos relatos que escribí hace más de 10 años. Me gustó releerlos. Por supuesto les cambiaría muchas cosas, pero dicen que hay que desprenderse de lo escrito después del punto final. Así que acá está, comparto con ustedes La abuela Eusebia. Ojalá les guste.


Era un día de verano a la hora de la siesta. Yo tenía 7 u 8 años y pedía a gritos ir a la pileta, pero todos se habían confabulado para impedírmelo. Como cada verano, habíamos ido a la quinta (yo lo odiaba, me aburría demasiado). Estábamos todos: la abuela Jacinta -cada día más sorda-, siempre presente con sus ruidosas carcajadas y sus infaltables tortas de chocolate; mi tía Carolina quejándose de sus eternos dolores lumbares; mis primos y hermanos que no me prestaban atención porque yo era muy chica para comprender sus juegos (o ellos eran grandes para los míos) y conformaban una especie de logia impenetrable que me causaba una excesiva curiosidad y algo de pena porque no podía entrar en ella...

El tío Beto se esforzaba por entretenerme con sus chistes, piruetas y trucos de magia; yo era bastante difícil en ese entonces y calculo que mi cara de pocos amigos lo obligó a desistir... ¡pobre tío! Mucho tiempo después me enteré que su sueño era viajar por el mundo como estrella del circo. Se sentiría un fracaso.

Papá trabajaba todo el día y sólo nos visitaba los fines de semana y mamá andaba por la casa, balde y secador en mano. Nunca pudo cambiar eso, ni en vacaciones. Su manía por la limpieza le impedía disfrutar de una siesta bajo los árboles o de tomar unos mates con las tías. Apenas veía una pelusa, salía corriendo a buscar la escoba. Se iba a la quinta tres días antes que los demás sólo para dejar todo en orden, así la abuela Eusebia no podía criticarle nada. Es que la abuela era un sargento: cuando hablaba no volaba ni una mosca. Si hasta mi perra Federica –que enfrentaba al mundo entero- agachaba la cabeza cuando ella aparecía.

Nunca supe por qué ejercía ese poder. Conmigo era diferente: cuando estaba sola se acercaba para acariciarme el pelo y peinarlo con trenzas. Ella me enseñó los nombres de todas las plantas y cómo elegir las mejores frutas de los árboles. Me enseñó a conocer a los pájaros por el sonido de su canto y a perderles el miedo a los sapos indiscretos que se metían en el baño aquellas noches de verano. La recuerdo enorme, erguida, con los labios pintados y el cigarrillo con boquilla en su mano. Nunca dormía a la tarde; se sentaba en la reposera bajo la sombra de la mora, piernas en alto para mejorar la circulación, y libro en mano. Siempre. Fue abu quien ese día me regaló mi primer libro sin dibujos (de Salgari, por supuesto). Cuando lo vi, creí que resultaría una misión imposible, hasta que me sumergí en sus páginas...

Sentada a su lado, en el pasto, comencé a recorrer aquella experiencia fabulosa acompañando a Sandokán en sus increíbles historias. Absorta en la lectura, el mundo no existía. Eran momentos que disfrutaba muchísimo. Le siguieron otros libros, siempre regalos de la abuela Eusebia; algunas veces charlábamos y compartíamos lo que estábamos leyendo. Gracias a ella descubrí un universo diferente que me emocionaba, me hacía reír, me llenaba. Yo era la única que tenía permitido revolver los estantes de su biblioteca; así conocí a Kafka, Cortázar, Hesse y tantos otros.

Durante el último tiempo, abu no leía mucho... Yo tendría 16 años. Todas las tardes bajaba a su casa a tomar el té y comentábamos la última telenovela de Arnaldo André como si fuera una cuestión de estado. Un día me animé a preguntarle por qué había dejado de leer. “Porque no veo nada”, contestó para mi sorpresa. “Pero no lo cuentes, no quiero que estén todo el tiempo pendientes de mí”, siguió.

Era increíble. Se movía por la casa con una independencia absoluta; sabía el lugar exacto en que estaba ubicada cada cosa, desde los muebles hasta los fósforos. Supongo que se dio cuenta de que me entristecí por la noticia; sólo yo había visto su cara de felicidad cuando un libro la atrapaba; sólo yo sabía que si una novela la conmovía, cumplía una semana de duelo riguroso antes de empezar a transitar por otra historia.

- No te preocupes, me consoló. ¿Te acordás del poema de Benedetti que me gusta tanto?

- ¿Cuál de todos? , le pregunté.

- Ese que dice “en cada libro que leo siempre encuentro una palabra que sobrevive al olvido y me acompaña...”

(Me encantaba escucharla mientras recitaba; en su boca cada frase cobraba sentido, tenía valor).

- Sí, me acuerdo de esos versos, pero ¿qué querés decirme, abu?.

- Muy simple. Vos sabés de mi pasión por la lectura y, es cierto, extraño esa intimidad que existía entre mis libros y yo, muchos personajes formaban una parte importantísima de mi vida. Entonces, cuando siento una imperiosa necesidad de leer, sólo cierro los ojos y busco en mi memoria aquellas palabras que durante tanto tiempo me hicieron compañía. Aunque parezca una locura, a veces resulta tan placentero como tener un libro entre las manos.

Mis ojos estaban llenos de lágrimas (también los suyos). En ese momento de fragilidad me costaba identificarla con aquella mujer imponente que dominaba todo durante las vacaciones familiares en la quinta. Moría de ganas de abrazarla, pero sabía que se pondría incómoda. Por primera vez en años, yo –que hablaba hasta por los codos- me quedé sin palabras.

Se fue apagando de a poco. Los últimos meses dormí en el piso al costado de su cama. Le leía sus novelas favoritas y aunque el médico decía que no podía oírme, yo adivinaba sus gestos de espanto cuando le leía a Poe o de ternura si el autor era Neruda, pero disfrutaba mucho más las cartas que rescaté de un viejo baúl perdido entre un montón de recuerdos.

Eran las que le había mandado el abuelo desde Italia cuando peleó en la Segunda Guerra. Él fue su único y gran amor y leyéndole esas cartas comprendí lo que quiso decirme con el poema de Benedetti: hay palabras que, a pesar del tiempo y la distancia, jamás estarán condenadas al olvido. Como las que le decía el abuelo, como muchas que ella me dijo a mí.